JOSÉ ÁNGEL MARINA GIL
El mundo actual, teñido de una gran incertidumbre, se dirige a un escenario inquietante en el que los actores implicados tratan de desafiar el orden establecido. Tras la desintegración del bloque soviético, todos los lazos que habían unido a las extintas democracias populares bajo el férreo control de la Unión Soviética se habían roto definitivamente. Siguiendo esta estela, tras la disolución de la URSS el día de Navidad de 1991, las exrepúblicas soviéticas se convirtieron en estados independientes, desvinculándose en mayor o menor grado de la tutela del Kremlin.
De las cenizas del sistema bipolar (bloque occidental capitalista liderado por Estados Unidos versus bloque soviético comunista liderado por la URSS), cuya vigencia se extendió desde la segunda posguerra hasta la caída del régimen soviético y que va a culminar con el final de la Guerra Fría, va a emerger a principios de la década de 1990 un nuevo orden unipolar bajo la hegemonía estadounidense que a través de la Pax Americana va a establecer las reglas del Nuevo Orden Mundial.
El liderazgo que Estados Unidos venía ejerciendo a escala global se iba a manifestar en la I Guerra del Golfo (17 de enero-28 de febrero de 1991), cuando al mando de una coalición de países occidentales y árabes que salió victoriosa de este conflicto se erigió en el gendarme del mundo hasta llegar a convertirse en el hegemón, en la superpotencia dominante. La incontestable superioridad del coloso norteamericano, no obstante, no duró demasiado, ya que la burbuja puntocom entre 1997 y 2001 puso fin al período de expansión estadounidense, momento en el que se desafió su poderío político y militar con el ataque el 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas y al Pentágono, y emergió a escala mundial un nuevo rival gracias al ingreso de China en la Organización Mundial del Comercio (OMC). Aun así, la supremacía económica de Estados Unidos en el año 2000 seguía siendo abrumadora, con una participación en el PIB mundial del 21,2%. En 2017 dicho porcentaje había descendido al 15,2%, y en 2022 ya ha caído al 14,8%.
El poder militar que llegó a acumular el gigante norteamericano tras el final de la II Guerra Mundial era impresionante. Dicho poderío se corresponde, a su vez, con el económico. Así, en 1945 el PIB de Estados Unidos superaba el 60% de las otras 15 economías más fuertes del planeta y su participación en el PIB mundial era en 1950 del 27,3%. De ahí que su objetivo prioritario fuera, en el marco de la Guerra Fría, la constitución bajo su liderazgo de un bloque militar el 4 de abril de 1949: la OTAN. La respuesta del bloque soviético no se hizo esperar y se materializó en el Pacto de Varsovia, que se firmó el 14 de mayo de 1955. Ello dio lugar a la articulación de un sistema de relaciones internacionales en el que las tensiones entre ambos bloques se resolvieron a través de conflictos regionales en los que se iban a dirimir sus diferencias político-ideológicas. Corea (1950-1953) Vietnam (1964-1975) y Afganistán (1979-1988) son ejemplos elocuentes de cómo esta rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética no llegó a desembocar en una guerra a gran escala.
En el transcurso de las siguientes décadas, Estados Unidos fue acrecentando a través del complejo industrial-militar su esfera de influencia entre los países aliados, sobre todo en Europa Occidental, con la instalación de numerosas bases militares. Ello requería de unos ingentes gastos en defensa, lo que, unido al pulso sostenido entre Washington y Moscú por el control de sus respectivas áreas de influencia y por la potencial extensión máxima de cada bloque en diferentes áreas del mundo, derivó en una carrera de armamentos sin precedentes cuyo punto culminante fue la proliferación del armamento nuclear.
Como se advierte en el mapa, Estados Unidos disponía entre 2015 y 2017 de una cantidad ingente de bases militares repartidas por todo el mundo, las cuales en su práctica totalidad se mantienen todavía activas (en 2018 disponía de 800 bases militares repartidas a lo largo y ancho del planeta). En él se han considerado todas las actividades militares desarrolladas durante ese periodo dentro de la «guerra contra el terrorismo». Se revela la enorme amplitud que abarca el esfuerzo estadounidense en las diversas batallas que sostiene contra el terrorismo y la insurgencia, que se manifiesta en la situación de las bases militares desde donde se apoyan las operaciones, en las misiones de entrenamiento de las fuerzas antiterroristas de otros países, en el despliegue de tropas de combate de Estados Unidos y en los países desde donde se preparan los ataques de la aviación o mediante drones.
Esta serie de actividades y operaciones militares, que abarcan desde las guerras posteriores al 11-S en Irak y en Afganistán (sobre todo, las de Siria y Libia), así como la violencia causada en otras partes por la «guerra contra el terror», en la cual están implicados 76 países (entre ellos, España), ya es un fenómeno global, cuyo principal teatro de operaciones se extiende desde Filipinas hasta el África Occidental, aunque también alcanza al continente americano y a Australia. Para llevarlas a efecto, Estados Unidos ha arrastrado a este torbellino bélico al 39% de todos los Estados del mundo, donde operan fuerzas terrestres (a menudo, de operaciones especiales), aéreas y drones.
Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 se han aniquilado ciudades enteras (muy especialmente en Siria), decenas de millones de personas se han visto obligadas a abandonar sus hogares y el éxodo continúa, desestabilizando a los Estados de acogida, el país se ha militarizado, los grupos terroristas se han multiplicado y extendido (sobre todo, Al Qaeda y sus filiales y el Estado Islámico), los derechos humanos se han conculcado impunemente (en especial, el centro de detención de Guantánamo y la tortura y el abuso de prisioneros en Abu Ghraib, Irak) con la consiguiente merma de la calidad democrática.
Además de estas guerras ya extendidas y asentadas durante varios años, Washington invoca a través de los altos mandos militares y dirigentes políticos ‒incluyendo al Presidente Joe Biden y a todos los presidentes que les antecedieron‒ como enemigos potenciales a Corea del Norte, Irán (ambos constituyen junto a Irak, según el presidente George Bush, el «eje del mal»), Rusia y China. Esta política tan agresiva podría derivar, llegado el caso con China, en un enfrentamiento armado de impredecibles consecuencias.
En esta vorágine intervencionista donde los halcones del Pentágono han impuesto sus tesis, Estados Unidos no obstante ha ido replegándose en algunos de los principales escenarios de Oriente Próximo, dados los enormes gastos militares que han comportado estas intervenciones sin haberse cumplido los objetivos previstos. En Irak comenzó en marzo de 2020 una segunda retirada de las tropas estadounidenses cuando el gobierno iraquí no quiso ser campo de batalla de Estados Unidos por sus conflictos con Irán. No obstante, el caso más paradigmático de esta política lo constituye Afganistán, donde a finales de agosto de 2021 el gobierno de Joe Biden, acuciado por el enorme coste militar y humano, procedió a la retirada de sus efectivos tanto civiles como militares, y dejó abandonada a su suerte a la población afgana.
Para hacer frente a todos los escenarios en los que interviene, el coloso norteamericano requiere de unos desorbitados gastos en defensa, los cuales ascendían en 2021 a 801.000 millones de dólares, lo que suponía el 38% del gasto mundial, superando la suma del gasto de los otros nueve países que más dinero destinan a la defensa en el mundo. En 2022 descendieron a 722.799 millones de dólares, lo que supone el 3,47% del PIB estadounidense y el 68,79% de los gastos militares de la OTAN. Aprovechando la coyuntura del conflicto en Ucrania, el secretario general de la Alianza Atlántica, Jean Stoltenberg, en la cumbre de la OTAN que se celebró en Madrid el pasado 29 de junio, instó a los países miembros a incrementar la inversión en defensa, la cual debería crecer en los próximos años hasta llegar a alcanzar e incluso superar el umbral del 2% del PIB. Este compromiso venía impulsado por Estados Unidos, cuyas directrices son las que han marcado su política con los países aliados, que hasta ahora se habían mostrado reticentes a la hora de cumplir con el mandato de la Alianza Atlántica.
La política armamentista impulsada por Washington trata, en última instancia, de mantener la supremacía militar de Estados Unidos, ya de por sí incontestable, ante el ascenso paulatino del poder militar que está experimentando China en los últimos años. Si bien todavía el gigante asiático está muy lejos en los gastos en defensa con respecto al coloso norteamericano, la cifra de 293.000 millones de dólares en 2021 en dicho ámbito evidencia el enorme potencial militar que viene desplegando para hacer frente a los desafíos que aún tiene pendientes, siendo el más importante la anexión de Taiwán (esta última cuestión, por su especial relevancia, será objeto de análisis en otro blog).
Muy interesante José Ángel, sin lugar a duda la influencia que tiene EEUU sobre el resto de países occidentales es indudable y los usa a su antojo como cabezas de turco contra sus enemigos (yo siempre he dicho que los americanos agitan el avispero). Como tú dices ahora su objetivo es China…
Un saludo!