EL ASALTO AL PODER DEL GIGANTE ASIÁTICO

China y el mapa del poder mundial

JOSÉ ÁNGEL MARINA GIL

En las últimas tres décadas el liderazgo incontestable que había ejercido Estados Unidos a escala global se ha ido reduciendo paulatinamente como consecuencia de la irrupción de China en el escenario internacional. El gigante asiático, con su política asertiva en la que busca extender su área de influencia en todos los continentes a través del «soft power» (o poder blando), ha frenado el creciente poder que venía ejerciendo Washington desde el cambio de milenio en la órbita de las relaciones internacionales.

Una de las manifestaciones más palpables de esta deriva lo constituye la tupida red que ha ido tejiendo el régimen chino a través de los acuerdos bilaterales que ha formalizado con diferentes países no alineados directamente con Estados Unidos. Pekín, en este sentido, sirviéndose del enorme potencial económico que atesora, ha dirigido su política exterior hacia una serie de países tan dispares como la India (a pesar de las tensiones fronterizas entre ambos países en la región de Aksai Chin), Irán o Catar, con los cuales suscribió hace pocos años una serie de tratados comerciales, cuyo objetivo es servir de contrapeso al poderío económico que ostenta Estados Unidos.

China se ha posicionado, asimismo, como un actor protagonista en el escenario internacional gracias a la puesta en marcha en mayo de 2017 del megaproyecto económico conocido como la Franja y la Ruta de la Seda (One Belt, One Road Summit) en mayo de 2017. Por el mismo, China invoca la antigua Ruta de la Seda para potenciar los vínculos con el resto del mundo a través de la creación de dos grandes rutas comerciales, una marítima y otra terrestre, que unirán al gigante asiático con el corazón de Europa, África y América Latina. Pekín busca de esta manera estimular el flujo del comercio y las inversiones, fortalecer la cooperación regional e impulsar el crecimiento de la economía global, con el objeto de consolidar su influencia en diferentes áreas del mundo, en especial la euroasiática, y con ello contrarrestar la hegemonía que hasta hace pocos años venía ejerciendo Estados Unidos a nivel mundial.

La magnitud de este proyecto se ha visto revitalizada por el poder blando que el gigante asiático ha impulsado en los últimos años a través de la construcción de infraestructuras en los Estados «periféricos» (en los que China posee grandes inversiones) para influir, en última instancia, a su favor en las votaciones como miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Asimismo, el régimen chino busca con estos apoyos la explotación de las materias primas minerales para la fabricación de bienes de equipo. Así, por ejemplo, una de las obras de ingeniería más ambiciosas que se ha construido en los últimos años, la presa del Renacimiento en Etiopía, le permitió al gigante asiático proyectar una imagen de potencia benefactora, y desplazó al bloque occidental del neocolonialismo que durante tanto tiempo había estado ejerciendo en este continente.

Con el «soft power» China trata no solo de captar a países que se alineen bajo su área de influencia sino también de ejercer un control sobre sus gobiernos a través de una política orientada al servicio de sus intereses estratégicos. Por ello cuando genera inversiones en esos Estados está creando la oportunidad de poder influir de algún modo en su estructura política, siempre con un horizonte a medio y largo plazo. El régimen chino pretende de esta manera intervenir en los asuntos internos de los países en desarrollo, y con ello va conquistando mercados en los que invertir sus capitales y su tecnología y en los que exportar sus ingentes productos manufacturados.

Xi Jinping, a partir de la participación multilateral preconizada por sus predecesores en el cargo (Jiang Zemin y Hu Jintao), ha reorientado su política exterior hacia el fundamento de la resignificación en la que, a través de un tipo de influencia normativa, promueve, desarrolla, autoconciencia y autodefine a China en un rol preponderante e incluso con la capacidad de alterar y ajustar el statu quo.

El proceso de resignificación se ha movido, además, a un nivel superior, con la articulación precisa de las variables políticas y económicas. De esta forma Xi Jinping ha dado sentido y contenido a otro de los criterios fundamentales de la resignificación de la política exterior de China: el «Consenso de Pekín». Bajo este concepto se entiende cómo el éxito de la experiencia del desarrollo económico del gigante asiático durante las tres últimas décadas ofrece una alternativa al conjunto de herramientas políticas ofrecidas para los Estados en vías de desarrollo por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, así llamado «Consenso de Washington».

Efectivamente, la diplomacia y el modelo de desarrollo llevado adelante por China bajo el «Consenso de Pekín» adquieren contenido y tensionan al mayor articulador de políticas económicas globales, el «Consenso de Washington». Para comprender esto, ha sido fundamental la entrada en funcionamiento del Banco Asiático de Inversión e Infraestructura (AIIB, por sus siglas en inglés) en enero de 2016 y la realización de la Franja y la Ruta de la Seda en mayo de 2017. Ambas iniciativas no han estado exentas de críticas por su alcance y objetivos políticos mundiales.

Con el «Consenso de Pekín» se proyecta que el Banco Asiático de Inversión e Infraestructura será la alternativa al modelo que ha trazado el Banco Mundial para determinar las políticas públicas económicas de crecimiento y desarrollo de una parte importante de países en el sistema internacional. Así, la tesis central de creación y articulación del AIIB es que este pueda llegar a ser influyente en la gobernanza económica global.

Esta política viene determinada en gran medida por la  «estrategia de afinidad», cuyo objetivo prioritario es ir consolidándose como un intermediario entre los principales Estados del mundo y los países que conforman la periferia. Bajo esta perspectiva, Pekín lograría ir acumulando afinidades importantes dentro de los países en vías de desarrollo a través de la transferencia de inversiones de capital y tecnología, concesión de préstamos y un libre acceso a su mercado en crecimiento.

Esta misma estrategia le ha permitido crear, en definitiva, en muchas áreas de Asia, América Latina y sobre todo África el «Consenso de Pekín», un contrapeso al «Consenso de Washington», puesto que ha creado redes de influencia, lo que a largo plazo podría traducirse en una correlación de fuerzas favorable a sus intereses y a su noción de Estado y de sistema-mundo.

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