JOSÉ ÁNGEL MARINA GIL
De forma paralela al poderío militar incontestable que ejerce la superpotencia norteamericana, a nivel geopolítico hay un factor clave que impulsa la rivalidad chino-estadounidense: la tecnología. En este ámbito, China lleva experimentando en los últimos años un avance extraordinario, que se manifiesta fundamentalmente en la fabricación de semiconductores avanzados, que son la clave para las tecnologías del futuro, desde la inteligencia artificial pasando por las supercomputadoras hasta el armamento más sofisticado.
Ante este desafío, la administración Biden ha introducido una serie de restricciones a la importación de microchips de última generación a empresas chinas. Pese a sus claras implicaciones económicas, el conflicto tiene un marcado carácter geopolítico. Está en juego la supremacía global. El liderazgo tecnológico es clave en sus aspiraciones. Quien pretenda dominar la IV Revolución Industrial deberá dominar el sector de los chips.
Se trata de sectores punteros de la economía del futuro, y que China aspira a liderar para completar su transición hacia un modelo productivo de alto valor añadido. Pero Estados Unidos se interpone en su camino y lo hace desde una posición de claro dominio. Así, las empresas estadounidenses controlan el 46% del mercado global de semiconductores y sobre todo disponen del monopolio en materia de diseño, investigación y desarrollo. Por detrás del coloso norteamericano se sitúan Corea del Sur, Japón y Taiwán, donde se concentra la mayor parte de la producción mundial de chips. Estos países asiáticos controlan el 21%, el 9% y el 8%, respectivamente, del mercado global de semiconductores. Por su parte, la Unión Europea apenas representa un 9% del mercado global. China cierra el ranking, con una cuota del 7% de producción de chips de gama baja y ensamblaje de chips de última generación importados de otros países.
El gobierno chino busca desde hace años impulsar un salto tecnológico en este sector. Para ello, se ha propuesto generar inversiones multimillonarias con el objetivo de reducir la distancia tecnológica que lo separa de Estados Unidos. La respuesta de Washington no se hizo esperar, y en octubre de 2022 la administración Biden aprobó nuevas restricciones a la exportación de microchips avanzados a empresas chinas. La justificación de tal medida estaría vinculada a una cuestión de seguridad nacional, y desde un punto de vista estratégico-militar responde al posible desarrollo por parte de China de sistemas militares avanzados, que incluirían armas de destrucción masiva.
La escalada de tensión hay que situarla en el desencuentro que en los últimos años se ha venido gestando entre ambas superpotencias. Lo que arrancó como una guerra comercial con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, acabó derivando en una ofensiva tecnológica con la imposición de sanciones a Huawei. El objetivo prioritario sería reconstruir las cadenas globales de valor de forma que se eliminen enemigos que puedan alterar la situación de dominio que hasta ahora venía ejerciendo el coloso norteamericano, el cual mantendría su supremacía tecnológica con el apoyo de países aliados.
El gobierno de Xi Jinping se opuso a estas medidas. Pekín considera que Washington se escuda en supuestas cuestiones de seguridad para mantener su supremacía económica y tecnológica. En la práctica, las restricciones aprobadas por Washington afectan a empresas de todo el mundo. Cualquier compañía que venda chips con diseño o tecnología estadounidense no podrá negociar con China. Además, las empresas chinas tampoco podrán adquirir maquinaria extranjera para fabricar sus propios chips avanzados. Estas limitaciones tendrán efectos inmediatos en la economía china, tanto en el ámbito comercial como en todo tipo de procesos semiautomatizados, lo que limitará la capacidad de actuación del gigante asiático en la aplicación de tecnologías avanzadas y, en última instancia, se materializará de forma más evidente en el ámbito militar.
La vulnerabilidad del gigante asiático en el ámbito tecnológico se manifiesta en su dependencia en la importación de chips, ya que en 2022 importó semiconductores por valor de 476.000 millones de dólares, lo que equivale al 16% de su PIB. En este contexto de enfrentamiento, China primer productor mundial de tierras raras, vitales para el componente en la cadena de suministro, podría dejar de venderlas a Estados Unidos. No obstante, Pekín no quiere entrar en una escalada, ya que la respuesta de Washington y el resto de sus aliados podría ser más contundente. Esta situación ha llegado a tal extremo que el gobierno chino presentó el 12 de diciembre de 2022 una queja contra Estados Unidos por las restricciones impuestas por el coloso norteamericano a sus exportaciones de chips.
No solo China sufrirá el impacto de la guerra tecnológica con Estados Unidos. Aunque Europa no ocupa un lugar de privilegio en el mercado de los chips, sus empresas se pueden ver seriamente afectadas. Así, por ejemplo, Países Bajos alberga una de las empresas punteras en la fabricación de chips avanzados. Se trata de la empresa ASML, que fabrica maquinaria indispensable para producir semiconductores de última generación. Pero la escasez de chips puede acabar afectando a todas las empresas europeas con fábricas en China. Esto puede acabar tensando las relaciones bilaterales entre el bloque europeo y Estados Unidos. Ni las empresas ni los gobiernos europeos quieren seguir este duro discurso de desacoplamiento tecnológico con China.
Para entender el trasfondo de esta guerra tecnológica es imprescindible analizar el papel que desempeña Taiwán. La isla es un actor esencial en el mercado mundial de semiconductores, ya que alberga al mayor fabricante de chips del mundo, la empresa Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC), cuya producción global asciende al 54% de los semiconductores y con una cuota de mercado del 92% de los chips más avanzados. La facturación de la empresa supone el 16% del PIB de Taiwán.
Estados Unidos teme que las tensiones entre China y Taiwán acaben derivando en un conflicto militar. Una hipotética intervención de China en la isla provocaría una escasez de chips a nivel mundial, con graves consecuencias económicas. De ahí que el coloso norteamericano haya lanzado una ofensiva para atraer la producción de chips a su territorio. El pasado agosto Joe Biden firmó la denominada Ley de Chips, que prevé la subvención de 52.000 millones de dólares para crear nuevas fábricas de semiconductores destinados, entre otras aplicaciones, al armamento más avanzado.
No obstante, los países europeos recelan de esta política estadounidense de apoyo a sus empresas de tecnología punta, ya que los elevados precios de la energía han lastrado el crecimiento de las compañías continentales y está en contra de las restricciones impuestas por Washington a la importación de semiconductores.
La guerra tecnológica por los chips amenaza por revertir la globalización. La economía mundial camina hacia una división en dos bloques tecnológicos: por un lado, Estados Unidos y sus aliados; por otro lado, un bloque liderado por China. Si hasta ahora lo más rentable era diseñar en Estados Unidos, producir en Taiwán y ensamblar en China, en adelante se primará más a la seguridad. Así, por ejemplo, si hay que traer la producción de Taiwán a Estados Unidos se hará sin más dilación.
La globalización camina de modo inexorable hacia su etapa final. El mundo se está transformando de tal modo que se vislumbra la aparición de un nuevo orden global que sustituya al que ha estado vigente desde el principio del milenio. Este sistema lo integran dos bloques enfrentados, uno de los cuales liderado por Estados Unidos intenta convertirse en el hegemónico a través de una guerra tecnológica con China. El objetivo es frenar el auge del gigante asiático, privándole del acceso a los semiconductores avanzados, clave para el desarrollo de las tecnologías del futuro.
La ofensiva emprendida por Washington, cuyos objetivos son elocuentes, habría que ver si se acaban traduciendo en tensiones geopolíticas de impredecibles consecuencias.