JOSÉ ÁNGEL MARINA GIL
China se está posicionando desde antes de la pandemia del covid-19 para consolidar su dominio no solo en el sudeste asiático, sino también en otras muchas áreas del planeta. La prueba más fehaciente de ello la tenemos en la «Nueva Ruta de la Seda» (o «Puente Terrestre Euroasiático»), la ambiciosa red china de infraestructuras repartida por los cinco continentes cuyo coste se estima en un billón de dólares. Se trata de un plan estratégico de ramificaciones geopolíticas y económicas. La propuesta inicial del presidente chino Xi Jinping en sendas cumbres en Astaná (Kazajistán) y Yakarta (Indonesia) en 2013 se ceñía a los países vecinos (con especial prioridad para Rusia, Kazajistán y otros estados del Asia central), y su propósito era la construcción de infraestructuras (transporte ferroviario, oleoductos, gasoductos, puertos marítimos con convenios con China o con capital de empresas chinas). Pero ha ido expandiéndose geográfica y sectorialmente a medida que ha ido creciendo la asertividad de China en el exterior. Actualmente están adheridos, según Pekín, más de 100 países en todo el mundo. Y abarca casi cualquier área: tiene componentes comerciales, financieros, de seguridad y culturales.
Este ambicioso plan tiene sus partidarios y sus detractores. Los primeros consideran que se trata de una suerte de Plan Marshall del siglo XXI que ayudará a desarrollar regiones olvidadas, mientras que los segundos creen que responde a un proyecto para dominar el mundo. Para China se trata, en todo caso, de un instrumento decisivo para extender su área de influencia a todos los rincones del planeta. El plan ha adquirido una importancia estratégica aún mayor para Pekín ante su guerra comercial con Estados Unidos.
La batalla por la narrativa del coronavirus no es un mero ejercicio de retórica diplomática, sino la expresión pública del pulso hegemónico que sostienen Washington y Pekín, un enfrentamiento que ha derivado ya en un nuevo término: «decoupling» (desacoplamiento). Ambas superpotencias mantienen estrechas relaciones económicas, con un marcado desequilibrio comercial en favor de China. El desacoplamiento selectivo emergió de forma drástica al inicio de la guerra comercial entre China y Estados Unidos en julio de 2018, el cual se ha acelerado aún más con el impacto de la pandemia del coronavirus. De ahí el giro emprendido por la administración estadounidense para intentar revertir esta situación. Así, el anterior inquilino de la Casa Blanca Estados Unidos, Donald Trump, y los halcones se han empezado a esforzar para que empresas estadounidenses o cadenas globales de valor salgan de China. Es decir, el desacoplamiento está empezando a expandirse mucho más rápido y a ser mucho menos selectivo.
Los enfrentamientos dialécticos que mantienen los gobiernos de Estados Unidos y de China en torno al foco en el que se originó el virus son, asimismo, la demostración palpable de una rivalidad geoestratégica entre las dos superpotencias. Trump, en su afán por circunscribir el origen del virus (y de paso desacreditar al régimen chino), llegó a tildar al covid-19 durante los primeros momentos de la pandemia como el «virus chino» o «virus de Wuhan».
No obstante, un desacoplamiento severo entre las dos mayores potencias mundiales provocaría una onda expansiva que impactaría el comercio global, lo que incrementaría los costes de producción y avivaría las presiones inflacionistas. Por ello, los lazos comerciales entre ambos países no se verán demasiado afectados.
La guerra comercial lanzada por Donald Trump en 2018 puso en riesgo el crecimiento económico, con amenazas constantes desde la Casa Blanca y de una escalada arancelaria a la que solo se ha puesto freno en la recta final de 2019, cuando las dos potencias mundiales alcanzaron un acuerdo preliminar. El vínculo es tan fuerte y las posibilidades de que alguna de las dos superpotencias salga victoriosa tan escaso que Estados Unidos y China vienen acercando posturas en el ámbito comercial. No obstante, un acuerdo bilateral entre ambas partes en un contexto de tensión cada vez mayor por la cuestión de Taiwán está muy lejos de materializarse.
La política económica del gigante asiático, basada en el control de la cadena global de suministro y distribución de bienes (y cada vez más de servicios), ha redundado en un crecimiento económico del PIB superior al 8% anual en las dos primeras décadas del siglo XXI. Si a ello añadimos la política intervencionista del Estado, el cual inyecta fondos públicos en empresas supuestamente privadas (gracias a lo que se conoce como «China Inc»), junto a las medidas proteccionistas para acceder al mercado chino, con la práctica del dumping, y el robo de patentes y propiedad industrial, el balance será netamente favorable a sus intereses económicos. Este sería el origen de la guerra comercial entre China y Estados Unidos en 2018-2019.
Por otro lado, China tiene un volumen de deuda enorme. Los intentos por desinflar su burbuja de deuda inmobiliaria no han surtido efecto y sus préstamos bancarios en la sombra están fuera de control. Para evitar una implosión de deuda doméstica, las autoridades chinas aspiran a convertir al yuan en una moneda de referencia internacional, en un primer momento como moneda de pago y liquidación para el petróleo y posteriormente en un rival de facto del dólar como moneda de reserva mundial. El dólar, aunque todavía sigue siendo la principal moneda de pago y cobro en las operaciones comerciales internacionales, pierde cada vez más atractivo para los inversores extranjeros. En contrapartida, el yuan está escalando posiciones en el ámbito financiero internacional. Al contrario que el dólar (moneda de reserva mundial), cuyo valor viene determinado por el peso de la economía estadounidense, el yuan viene respaldado por oro.
Bajo estas premisas, China ha ido afianzando su posición en el ámbito financiero mundial con la emisión de una nueva petrodivisa como alternativa al petrodólar estadounidense. Se trata del petroyuan, que se emitió por primera vez el 26 de marzo de 2018 como contratos de petróleo futuros. Con el respaldo de Rusia, esta nueva moneda pretende arrebatar el liderazgo al petrodólar, cuya hegemonía en las transacciones de crudo se remontan a 1971, cuando se estableció el patrón dólar. El gigante asiático ha respaldado los distintos acuerdos con divisas en oro, lo que sin duda también contribuirá a que en un futuro pueda cumplir su idea de convertir al yuan en moneda de reserva. En esta empresa, China ha tenido un aliado muy valioso: Rusia. Ambos países han optado por compras masivas de oro para respaldar la creación de esta nueva moneda. El petroyuan contará en consecuencia con el respaldo de oro, en una clara ruptura con los acuerdos de Bretton Woods (1944), por los que Estados Unidos salió fortalecido económicamente, al adoptarse el patrón oro con un cambio fijo (35 dólares la onza de oro).
China y Rusia han impulsado una red de acuerdos bilaterales en la que han acordado eludir el dólar y comerciar directamente en sus propias monedas. El megagasoducto Rusia-China, «Power of Siberia» («Poder de Siberia»), una obra de ingeniería de 3.000 kilómetros, cuya puesta en funcionamiento tuvo lugar el 2 de diciembre de 2019, y por el que la empresa pública rusa Gazprom suministrará al gigante asiático 38.000 millones de metros cúbicos anuales durante 30 años, constituye el ejemplo más elocuente del nuevo eje ruso-chino.
La estrategia de Pekín en este sentido consiste precisamente en ampliar los intercambios comerciales con otros socios preferentes, como es el caso de su tradicional enemigo, Japón, país con el que también ha acordado intercambiar con yuanes convertibles en oro, y de esta manera evitan el dólar en sus transacciones comerciales. Irán es otro de los países que mantiene estrechos lazos comerciales con China, y está comerciando su petróleo con yuanes o euros, pero no en dólares.
El presidente chino Xi Jinping ha impulsado los vínculos comerciales con otras naciones emergentes. Por ejemplo, la India firmó con China en noviembre de 2017 un acuerdo para usar el yuan en las transacciones bilaterales. Este acuerdo comercial se vio refrendado por la creación, en octubre de 2019, de un mecanismo de diálogo de alto nivel sobre cuestiones económicas y comerciales, el denominado «Chennai Connect», en virtud del cual se establecerá un sistema bilateral entre la India y China de la gestión de flujos de bienes y servicios entre ambos países.
En la península arábiga, Catar se ha convertido en aliado estratégico de China, con la relación entre los dos países de crecimiento económico más fuerte. En noviembre de 2014 se firmó una serie de acuerdos bilaterales, uno de los cuales implicó la formación de una asociación estratégica entre China y Catar. Ello comportó que el comercio entre ambas naciones se haya incrementado enormemente en los últimos años. Este pequeño pero influyente estado del Golfo Pérsico se convirtió en 2015 en el primer y hasta ahora único centro financiero de Oriente Próximo en comercializar petróleo y gas natural vinculados al yuan. De ahí que Estados Unidos haya declarado a Catar como un patrocinador del terrorismo, y empuja, además, a sus aliados en la península arábiga, liderados por Arabia Saudí, a bloquear el comercio de Catar.